jueves, 20 de noviembre de 2025

Semillero de Arte, Comunicación y Cultura del CEPAZ-UPN

El Semillero de Arte, Comunicación y Cultura de Paz del CEPAZ-UPN, inició sus actividades el segundo semestre de 2025 mediante encuentros semanales en los que fue tomando forma una comunidad de aprendizaje sensible, reflexiva y creativa. Para orientar el proceso compartí un ensayo a modo de ruta tentativa de formación que situó los objetivos, los enfoques y el horizonte ético–político del semillero. Este documento inicial fue enriquecido con las voces de los participantes y terminó convirtiéndose en una brújula para las experiencias que seguirían.

2 Encuentro Distrital de Semilleros en Construcción de Paz 

A lo largo del semestre vivimos experiencias sensibles en torno a la paz, construidas por los estudiantes y orientadas a explorar sus dimensiones afectivas, corporales y narrativas. Estos ejercicios abrieron conversaciones profundas y permitieron reconocer las inclinaciones, deseos y necesidades del grupo, así como los modos en que cada quien se acerca al arte, la escucha y la transformación social.

Taller de Exploración de la paz a través de las manos y sentidos

El Semillero participó también en el Encuentro Distrital de Semilleros de Paz, realizado en la Universidad Nacional de Colombia, que convocó a grupos provenientes de diversas instituciones universitarias de Bogotá. Allí presentamos un póster que relataba el taller realizado por los estudiantes en el marco del curso Narrativas Sonoras para la Paz con personas víctimas del conflicto armado.


Como producto conjunto, el semillero creó y produjo un podcast, emitido posteriormente en Pedagógica Radio, donde resonaron las reflexiones construidas en los encuentros y se compartieron las voces de algunos participantes en el programa Sonidos para la construcción de paz.

Pre-producción podcast
Transmisión en vivo del podcast en pázala voz (CEPAZ-UPN)

Programa radial pázala voz realizado por el Semillero del CEPAZ.

El grupo también diseñó y facilitó un taller en el curso de Narrativas Sonoras para la Paz, dirigido a personas víctimas del conflicto armado. En este espacio profundizamos en la relación entre cuerpo, arte y escucha, investigando cómo el sonido puede abrir caminos de reparación simbólica y de memoria compartida.

Taller Narrativas Sonoras para la Paz

Taller Narrativas Sonoras para la Paz.
Taller Narrativas Sonoras para la Paz.

En las últimas sesiones del año empezamos la proyección de una investigación-creación para 2026, orientada a diseñar prácticas artísticas colaborativas entre estudiantes del semillero del CEPAZ, jóvenes de 2 colegios de Bogotá y personas privadas de la libertad en Sincelejo a través de la Corporación Universitaria del Caribe – CECAR  y a través de la colectiva mal rebaño en la Cárcel Buen Pastor (Bogotá). Esta apuesta abre un camino para conectar con movimientos sociales, colectivas que trabajan en cárceles y  profundizar en pedagogías sociales, prácticas restaurativas y experiencias artísticas que articulen educación, justicia y transformación social.

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sábado, 15 de noviembre de 2025

Sobre los roles y arquetipos

ROLES

Los roles, según el enfoque psicosocial de Pichón Riviere, son funciones existenciales evolutivas: cambian con el tiempo, la edad y el grupo social al que pertenecemos. Son modos en que el alma se vuelve funcional y un regalo para una comunidad; representan formas encarnadas, estilos de vida, funciones que sostienen la experiencia de estar juntos, predisposiciones, actitudes e inclinaciones que emergen en la interacción. Desde una perspectiva filosófica y psicoanalítica —más cercana a Carl Jung y Alexander Bard— los arquetipos pueden entenderse como funciones existenciales simbólicas, condensaciones míticas de una energía, una disposición y una manera profunda de ser.

Cada rol y cada arquetipo está hecho de los dones que traemos al mundo, y la comunidad es el lugar donde esos dones encuentran su cauce, su resonancia y su mezcla. Si bien podemos desempeñar múltiples roles, siempre habrá algunos que emergen con mayor espontaneidad, aquellos que se nos dan con facilidad, fluidez y gozo, y otros que realizamos con mayor esfuerzo o que sólo aparecen en ciertas circunstancias.

He venido aprendiendo que para la construcción de comunidades de aprendizaje —y es extensible a la creación de proyectos— es esencial reconocer el rol que cada persona encarna: aquello que se le da naturalmente —sus intuiciones, gestos espontáneos, modos de cuidar, pensar, crear o resolver. Estos no son simples habilidades técnicas: son los dones del alma, energías profundas que cada uno trae para ofrecer al tejido comunitario. Y, como señala la teoría de Pichón Riviere, en comunidades saludables los roles circulan, no se cristalizan.

Un buen líder o maestro —un genuino creador de comunidades— sabe integrar la heterogeneidad de roles y arquetipos en una tarea común. Reconoce que cada rol es una expresión singular del alma colectiva y comprende que las funciones no son posiciones fijas, sino movimientos, energías que se activan o se retraen según las necesidades del grupo.

Si queremos reconocer nuestro arquetipo principal, es decir, descubrir nuestro rol protagónico, es indispensable ponernos en relación con otros. Igualmente, si queremos comprender nuestra masculinidad y deconstruirla y reconstruirla en sus matices y contradicciones, debemos situarnos entre hombres: allí aparece lo que rechazamos, lo que nos espeja, lo que nos duele, los arquetipos inspiradores en personas mayores y lo que intuimos como nuestro rol fundamental. Es en comunidad y entre diferentes donde el arquetipo, con sus luces y sombras, queda expuesto. 

LOS 4 ROLES PRINCIPALES (Según Pichón Riviere)

Según la teoría del Grupo Operativo de Pichón Riviere, los cuatro roles principales funcionan como órganos simbólicos de la comunidad. Estos roles no son personas: son funciones simbólicas y si bien el texto describe 4 roles paradigmáticos, sabemos que las variantes pueden ser innumerables. 

1. Líder → Ordena, orienta, sintetiza, vehiculiza la tarea.

2. Portavoz → Expresa lo que el grupo aún no puede decir.

3. Chivo emisario → Recibe las proyecciones, carga lo que el grupo no integra.

4. Saboteador / Opositor → Introduce lo que falta, la crítica necesaria, la tensión que permite movimiento.

ROLES EN CADA TIEMPO DE LA VIDA

En la infancia exploramos múltiples roles: el niño juega a ser líder, explorador, saboteador, narrador, héroe o fugitivo. La infancia es un laboratorio de la subjetividad, un espacio para ensayar formas, crear mundos posibles y expandirnos en muchas direcciones. La adolescencia amplía esa exploración y la vuelve pública: los roles empiezan a convertirse en símbolos identitarios, aún con gran plasticidad. Podemos pasar de poeta a rebelde, de rockero a salsero, de punk a hippie, de guía y líder social a ermitaño. En la adultez, la institucionalización del tiempo —trabajo, rutinas, productividad— y la contractualización de relaciones tiende a congelar la plasticidad. Muchos adultos quedan encerrados en unos pocos roles fijos: el que exige el trabajo, el que demanda la familia, el que aprendieron a sostener por repetición. La precariedad de espacios comunitarios de aprendizaje y la falta de escenarios de apoyo mutuo y de creación colectiva reducen las posibilidades de movimiento y transformación. Sin comunidad, el adulto queda atrapado en identidades rígidas.

Por el contrario, en espacios de pertenencia, contención y amistad entretejidos, los roles vuelven a circular y la vida recupera su plasticidad.

LOS 7 ROLES SEGÚN SHAKESPEARE

Shakespeare describe en algunas obras “los siete roles” consecutivos que juega el ser humano a lo largo de su vida: el Infante, el Estudiante, el Amante, el Guerrero, el Juez, el Payaso y el Segundo Infante. Arquetipos que se repiten a lo largo de la historia humana.

En mí habitan múltiples roles que despiertan, se transforman y a veces mueren a lo largo de mis ciclos vitales. Lo he comprendido con los años, cuando un rol muere, no desaparece del todo; lo que muere es el cuerpo que lo contenía. El arquetipo —esa forma profunda— reencarna más adelante en un nuevo gesto, un nuevo cuerpo, una nueva versión de mí. Así vuelve a la vida.

El Infante fue el primero: ese que aún vive en mí explorando el mundo con la curiosidad que creció gracias a quienes me cuidaron y a la cultura que moldeó mis valores y horizontes. Volver a mi infancia es historizar cada uno de estos roles, recordar las experiencias que me marcaron, mis miedos y mis asombros.

Recuerdo a los diez años, en una prueba de natación, lanzándome para flotar en una piscina de más de cinco metros. Algo en mí emergió con fuerza. Ese arquetipo del que se atreve murió y renació muchas veces después. También recuerdo la envidia hacia mi hermana recién nacida, que me llevó a inventar excusas para reclamar atención, y la torpeza del truco de magia que terminó en hospitalización: cada experiencia fue un rito de paso, una muerte y una reencarnación del arquetipo.

Luego aparecen mi Estudiante, mi Amante, mi Guerrero, mi Payaso y mi Juez, hasta que finalmente surge el Segundo Infante, una segunda adolescencia donde todo puede recomenzar, donde la vida nos ofrece nuevos comienzos.

Comprender los roles y arquetipos no es un ejercicio teórico, sino una práctica espiritual y comunitaria: una forma de honrar lo que el alma quiere ofrecer y lo que la comunidad necesita recibir. Cada rol es un regalo que no nos pertenece del todo; somos su estación de paso, el cuerpo donde toma forma durante un tiempo. Luego, cuando su ciclo termina, el arquetipo sigue su viaje y se reencarna en otros cuerpos, otras edades, otras historias.

La vida se convierte en un tejido donde mis distintas versiones dialogan entre sí. Cada uno llega con un don y se retira con una enseñanza. Es en comunidad donde esas transformaciones se vuelven más nítidas, más vivas y más fecundas.

Quizá ese sea el gesto más humano: reconocer que estamos hechos de múltiples vidas dentro de una sola, de muertes pequeñas que abren caminos, de arquetipos que viajan a través de nosotros como mensajeros de algo más grande que nuestra biografía. Cada muerte simbólica es un regalo de la vida misma: una invitación a encarnar de nuevo, a renovarnos y a ofrecer a la comunidad otra forma de nuestro alma.

Porque, al final, los roles y arquetipos no son solo herramientas para comprendernos: son los regalos que traemos para compartir, los modos en que contribuimos al mundo y las formas en que dejamos huella en los otros. Lo que permanece no es el personaje, sino el gesto; no es la identidad, sino la energía; no es el cuerpo del rol, sino el arquetipo que, una y otra vez, encuentra en nosotros un lugar para volver a nacer.

Bonus track. 

Se habla mucho del buen vivir, pero poco del buen morir. Tanto unos como otros necesitan estar acompañados de rituales de iniciación y de paso, de transición, rituales para acompañar nuestras propias muertes y renacimientos, los ciclos como lidiamos con la pérdida y la falta. Necesitamos acompañar las generaciones presentes y futuras a lidiar con sus propios límites existenciales ante la inquietante presencia de fuerzas como la necesidad, el deseo, el poder, la finitud, la incertidumbre y el ocaso del significado. Esta ignorancia de la población en abordar estas realidades es algo que para mi resulta importante de profundizar y que resuena por estos días….porque como sociedad necesitamos mejores herramientas, rituales y espacios para el buen morir y confrontamos con la pérdida. Es quizá parte de los bienes comunes que necesitamos cuidar y recoger inspirándonos de las sabidurías, espiritualidades, místicas, religiones para aprender a morir bien… a dejar una parte de nosotros y dejar un rol que se nos ha asignado como sociedad… Espacios para limpiar, afinar la brújula y el propósito, sanar y transformar e intentar comprender nuestras apocalipsis y revelaciones. 

La pregunta que me queda entonces es ¿Cómo podemos aprender a morir bien —a soltar lo que ya cumplió su ciclo, a dejar roles, máscaras e identidades— para renacer más conscientes y profundamente conectados con nosotros mismos, la vida y con la comunidades a las que pertenecemos?


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viernes, 14 de noviembre de 2025

Cultura profética

"Es la propia naturaleza estética del acto de crear mundos la que obliga a cada sujeto garantizar que la narración del mundo en la que participa no termine sin aportar algo útil al florecimiento de otros actos ajenos de creación de mundos. Si este imperativo estético exige que un sujeto mienta sobre la verdad factual, que así sea. Es mejor inventar desde cero una canción del mundo que nunca existió y encomendársela a quienes vendrán tras el fin del futuro, en lugar de mantener un registro estéril de los fracasos de una época".... 

"...la cultura profética busca crear no obras individuales sino paisajes completos donde la imaginación cosmogónica de un sujeto pueda desplegarse plenamente.... 

...Existe una estrecha proximidad entre el impulso hacia el suicidio y el impulso a la profetización, por lo que mata una parte del sujeto, dejándolo en cierto modo muerto para el mundo. Pero esto no convierte la cultura profética en un himno a la autoaniquilación. La profecía y el suicidio comparten una perspectiva cosmológica similar, pero tienen diferentes programas de acción. Desean aliviar el sufrimiento de maneras opuestas. Mientras el suicidio intenta expulsar el cuerpo de una persona del mundo, la profecía le recuerda que siempre forma parte de reinos que lo superan, que siempre ha huido, que ya ha sido salvada.... incluso si uno quisiera terminar su acto antes de su cierre natural, no tendría que hacerlo con acritud, sino como jugadores que abandonan la mesa con elegancia... 

...la cultura profética ofrece otra habitación en la casa, más allá del salón de juegos y un lugar desde el cual es posible intervenir en el mundo como si siempre se regresara a él... la profecía quiere tender un puente imaginal que permita al sujeto, estancado en un estado de angustiada impotencia (ya sea política o existencial) volver a acercarse al proyecto de hacer mundo con la confianza suficiente para poder crear un nuevo paisaje de sentido donde pueda vivir. 

(Extractos del libro Cultura profética de Federico Campagna)

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martes, 11 de noviembre de 2025

El placer de juzgar

Ver un juicio es asomarse al espejo oscuro de la Ley,
donde cada espectador busca secretamente su propia absolución.
Porque en esa escena no sólo se juzga a un otro: se representa el drama interior de toda conciencia. El acusado, sentado frente a la mirada pública, encarna lo que cada uno teme que se revele —sus culpas, sus deseos, sus contradicciones. La Ley, fría y abstracta, toma cuerpo en voces humanas: la del juez, la del fiscal, la del abogado. Pero detrás de ese teatro racional se agitan pasiones antiguas: el miedo, la venganza, la compasión, la necesidad de redención.


Oswaldo Guayasamín

Quizás lo que nos atrae de los juicios no sea tanto el delito, sino la posibilidad de ver el mal hacerse visible, de contemplar cómo se intenta ordenar lo inasible: la culpa, la mentira, la fragilidad moral. En cada audiencia se escenifica el viejo mito del Juicio Final, pero trasladado al tiempo de los medios y las cámaras, donde el público —esa multitud invisible— ocupa el lugar de Dios.

Y así, mirando el proceso de otro, sentimos que participamos de una ceremonia purificadora. No somos nosotros los acusados, pero algo de nuestra sombra está siendo juzgada allí. En el fondo, asistimos al juicio para reafirmar nuestra inocencia, para convencernos de que pertenecemos al lado correcto de la Ley, aunque sepamos que, bajo ciertas luces, todos podríamos ocupar ese banquillo.

Por eso los juicios públicos fascinan: son espejos donde se reflejan nuestras pulsiones más reprimidas y nuestras ansias de justicia. Son, al mismo tiempo, confesionario y espectáculo; rito y entretenimiento; castigo y catarsis. Y mientras el veredicto se pronuncia, cada espectador, sin decirlo, espera también una palabra de alivio dirigida hacia sí:
absuelto.

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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Justicia y fragilidad

La salud mental, tan íntimamente ligada a las condiciones sociales, suele ser invisibilizada por las instituciones de justicia. Cuando el sufrimiento psíquico es leído solo como desviación o patología, y no como síntoma de un entramado de desigualdades y exclusiones, el juicio se convierte en una nueva forma de violencia. En estos márgenes donde la vida se desborda, el derecho y la moral suelen volverse ciegos a la fragilidad humana.

La película Saint Omer, de Alice Diop, revela con crudeza esa ceguera. En el juicio a una mujer migrante acusada de asesinar a su hijo, se despliega no solo la tragedia individual de una madre sola, atravesada por el racismo, la pobreza y el aislamiento, sino también la miseria simbólica de una justicia que opera sin escucha ni contexto. Cada palabra del interrogatorio resuena como una condena anticipada; las instituciones parecen incapaces de reconocer el dolor, la locura o la desposesión que habitan tras el acto. Lo que se juzga no es solo un crimen, sino una forma de ser mujer, madre y extranjera en un mundo que no ofrece refugio.

Frente a esa mirada punitiva, necesitamos imaginar una justicia más enriquecida y sistémica, donde la comprensión del delito no recaiga solo en jueces y abogados, sino también en equipos interdisciplinarios —psicólogos, trabajadores sociales, psiquiatras, psicoanalistas, terapeutas somáticos y ocupacionales— capaces de valorar integralmente al detenido (Lamberti, Kamin & Weisman, 2022). Si los sistemas judiciales cruzaran información con los de salud y educación, podrían detectar patrones estructurales de trauma, exclusión o pobreza que anteceden muchos delitos. Así, la justicia dejaría de ser un aparato que reacciona para volverse una fuente de diagnóstico social, un espejo donde podamos leer las fallas colectivas que incuban la violencia.

La justicia restaurativa propone ese horizonte. No se trata solo de reparar el daño, sino de comprenderlo. Escuchar la historia del victimario, su fragilidad, sus carencias y exclusiones, puede abrir un camino de transformación tanto para él como para la sociedad. Si la justicia se atreviera a escuchar como escucha la cámara de Saint Omer —con el temblor de quien se deja afectar por lo que no entiende—, podría abrirse a una ética más relacional y transformadora. Quizás entonces el derecho no sería solo un mecanismo de control, sino una práctica de cuidado y de verdad.

Frente a esa mirada punitiva, la justicia restaurativa propone un horizonte distinto. No se trata de negar la responsabilidad, sino de transformarla en posibilidad de reparación y de aprendizaje colectivo. En lugar de encerrar y castigar, escucha, comprende y acompaña. Reconoce que el daño nunca es individual, sino que emerge de vínculos rotos, de contextos que enferman, de sistemas que excluyen. Desde esta perspectiva, el juicio podría volverse un espacio de humanidad compartida, donde el sufrimiento deje de ser silenciado y se vuelva fuente de comprensión.

Saint Omer nos recuerda que detrás de cada acto incomprensible habita una pregunta por la humanidad común, y que el sentido más profundo de la justicia no es dictar sentencia, sino restaurar la posibilidad de comprendernos y cuidarnos mutuamente.

Promoting Mental Health and Criminal Justice Collaboration Through System-Level Partnerships. Frontiers in Psichiatry (2022)  Leer Aquí. 

 

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sábado, 25 de octubre de 2025

El perfume de las flores

Veía cómo la abeja danzaba tras el perfume de las flores. La atraían sus aromas, y cuando encontraba la fuente de vida y alimento, bailaba, suspiraba y guiaba a las demás para que hallaran su propia sabiduría.

No sabía si sus colores eran mímesis de las flores, o si eran las flores las que la imitaban para atraerla y ayudarle a polinizar. Un día comprendió la simbiosis, y quedó extasiada. Desde entonces, comenzó a valorar los encuentros casuales, donde el alimento se distribuía por todo el territorio.

La abeja soñó con encontrarse con otros, salir a caminar, a jugar, a tejer conexiones con mundos misteriosos y ecosistemas llenos de vida. Un día apareció un león que rugió fuerte, y un pájaro —que no sabía hacia dónde volar— se posó en la punta de una rama y le cantó canciones nunca antes oídas.

En ese instante, los rayos del sol atravesaron los árboles, y las mariposas resplandecieron en coreografías de silencio. El viento agitaba las semillas, y los loros, con su humor, hacían reír y animaban a las hormigas en su viaje.

Llegó la noche, larga y fría. Los susurros de las voces que salían a cazar advirtieron a las leonas y jaguares sobre un animal invisible que a todos asustaba. Al principio creyeron que era algo terrible, pero no era un animal: era el crujido de algo que caía estrepitosamente, haciendo mucho daño.

Mientras escuchaban aquello, surgió otra melodía. De repente, todos los animales comenzaron a construir sus propios nichos, a producir alimento, y a llenar de vida y música toda la aldea, que ese día se volvió un carnaval. Allí aprendieron a convivir con los desacuerdos y las diferencias, invitando a cada ser —animal, vegetal y humano— a desplegar su mejor presencia.


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martes, 21 de octubre de 2025

La pureza y sus fantasmas. (A propósito de algunos desafíos del pensar crítico)

I. Sobre el desgaste del pensar crítico.

Aunque el pensamiento crítico ha abierto caminos hacia una sociedad más libre y justa, hoy necesita una profunda actualización. No hablaré de sus potencias, ya ampliamente desarrolladas, sino de algunas incoherencias y carencias que percibo.

La primera es la arrogancia —a veces narcisista— de creer que si todo el mundo pensara como yo, el mundo estaría mejor. Otra bastante recurrente es cuando del pensamiento crítico se confunde con la creación de figuras de odio, adjudicando  problemas complejos a chivos expiatorios que ofrecen cierto consuelo psíquico, pero que finalmente perpetúan el problema.

También observo su vínculo con modalidades de pensamiento mágico y religioso, incrustadas en la utopía entendida como fin trascendente e inamovible; la tendencia a creer en agendas y visiones de mundo cerradas, inflexibles frente al otro —especialmente frente al antagonista—; y la ingenua intención de comprenderlo todo, ofreciendo respuestas fáciles a problemas complejos.

A esto se suma la dificultad para integrar otras formas de racionalidad, su amor por los sistemas excesivamente coherentes, y la construcción de mapas conceptuales sin ventanas, erigidos como muros.

Finalmente, el pensamiento crítico se ha distanciado del arte, la religión, la espiritualidad y la familia: espacios que podrían devolverle fluidez, sensibilidad y empatía entre cosmovisiones diversas. Al pensar el mal o la injusticia, suele caer en juicios morales que nos eximen de imaginar alternativas estructurales, lo que termina derivando en una evasión de la imaginación política.

II. La inflación moral del discurso

En el marco del círculo de reflexión del Doctorado en Ipecal, donde hemos leído a Hugo Zemelman para ejercitar un pensar situado —pensar desde la realidad y no desde los conceptos dados—, me ha surgido una inquietud: ¿qué ocurre cuando las palabras críticas se desgastan al punto de perder su fuerza para interpretar el presente?

Conceptos como antirracismo o patriarcado nacieron para revelar estructuras de dominación, pero al volverse signos de pertenencia moral perdieron capacidad analítica. Se repiten a menudo como consignas performativas (“ser antirracista”, “luchar contra el patriarcado”) sin precisar cómo se reproducen esas dinámicas en la vida concreta. A menudo se transforman en palabras mágicas que evocan el bien, la pureza, la causa justa… pero sin vincularse necesariamente a un diagnóstico riguroso o a una práctica transformadora.

Al volverse universales y genéricas, estas palabras dejan de señalar mecanismos específicos —económicos, institucionales, mediáticos o afectivos— y pasan a operar como marcadores morales: Antirracista = bueno. Racista = malo. Feminista = justo. Patriarcal = injusto. Un gesto que muchas veces desemboca en una suerte de etnocentrismo moral nocivo para el cambio social y cultural.

Así, el lenguaje crítico se desliza hacia una moralización del discurso político, donde lo importante ya no es analizar las mediaciones materiales de la desigualdad, sino declarar adhesión simbólica a una causa. McGowan, Mark Fisher o Adolph Reed lo han señalado de distintas formas: la izquierda cultural contemporánea se obsesiona con el significante de la crítica, pero no con su eficacia.

Cuanto más abstractas se vuelven estas palabras, más saturan el espacio público y menos transforman la realidad. Se produce lo que Byung-Chul Han llama “inflación moral”: una sobrecarga de significantes éticos que debilita su fuerza política. Las luchas se fragmentan en etiquetas sin horizonte común, y la crítica se disuelve en moralismos identitarios.

Esta pérdida de densidad simbólica no solo afecta al lenguaje: alcanza también a las imágenes, a las formas en que representamos la crítica y la violencia. Se percibe esto en la obra The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living  del artista Damien Hirst donde un tiburón flota inmóvil dentro de su urna de cristal. Alguna vez fue amenaza —cuerpo real, potencia salvaje, animalidad viva— y ahora es símbolo, mercancía, reliquia. Lo que antes mordía, hoy adorna. El arte de Hirst no celebra la muerte: la administra, la conserva, la convierte en experiencia segura para el espectador. Así también ocurre con nuestras causas nobles: su ferocidad inicial se embalsama en discursos y vitrinas morales. El gesto vivo de la crítica —como el tiburón— queda suspendido en formol, estetizado, neutralizado. Lo que fue herida abierta se vuelve objeto de contemplación: limpio, impecable, sin riesgo.

Como advirtió Alasdair MacIntyre, retomando a Freud, desenmascarar la arbitrariedad de los demás suele funcionar como defensa frente a la arbitrariedad propia. En otras palabras, la crítica puede convertirse en una forma sofisticada de negación: cuanto más exhibimos la ideología ajena, menos interrogamos nuestras propias complicidades. De ahí que el discurso crítico, cuando se absolutiza, derive en una suerte de narcisismo moral que confunde lucidez con pureza. En nombre de la emancipación, terminamos construyendo nuevas ortodoxias simbólicas, nuevos lenguajes de salvación que preservan intactas las estructuras de poder y deseo que pretendíamos cuestionar.

Tanto Žižek como Nick Land, desde lugares opuestos, han advertido algo similar: que las formas contemporáneas de crítica tienden a quedar atrapadas en su propia teatralidad. Žižek lo formula como un síntoma ideológico: disfrutamos denunciando el sistema mientras participamos activamente en él. La crítica se vuelve un acto de consumo simbólico, una coartada que nos permite sostener el cinismo cotidiano sin culpa. Land, por su parte, lleva esta paradoja al extremo: sostiene que el capitalismo ha absorbido la negatividad de la crítica hasta convertirla en motor de innovación, es decir, que la crítica misma se ha vuelto combustible del sistema que pretendía subvertir.

III. Repolitizar las categorías.

Pero no se trata de prescindir de estos términos que señalan problemáticas que necesitamos transformar, sino —quizás— de repolitizarlos: de nombrar cómo se reproducen hoy las desigualdades en el capitalismo de plataformas, en los algoritmos, en las relaciones afectivas o en la ecología del deseo. Devolverles densidad histórica y situacional, en lugar de usarlas como fórmulas totales. Pensar la emancipación no como identidad, sino como práctica relacional y situada. Porque —como recuerda una vieja máxima— las palabras no deben reemplazar la acción: deben orientarla.

Aquí una paradoja característica de nuestro tiempo. A medida que se expanden los canales de información y crece nuestra exposición a los conflictos del mundo, la política parece estar en todas partes: en las redes, en el consumo, en las conversaciones cotidianas. Sin embargo, esta expansión no ha producido un aumento correlativo de la comprensión política. Hemos multiplicado los discursos, pero no las capacidades. La proximidad a la información no se traduce en una inteligencia práctica sobre cómo se ejerce el poder, cómo se configuran las instituciones o cómo podrían transformarse. En lugar de sujetos políticos, producimos comentaristas morales; en lugar de acción, proliferan juicios.

En última instancia, se trata de recuperar lo que Zemelman llamaba la potencia del pensar: esa facultad de abrirse a lo inédito posible. Volver a pensar desde la realidad —no desde las etiquetas que la domestican— podría ser el primer paso para que la crítica deje de ser discurso y vuelva a ser acontecimiento.

Entonces, ¿qué significa repolitizar estos términos clave de la actualización del pensamiento crítico?. Significa mover los conceptos del pensamiento crítico hacia nuevas escalas y dimensiones; explorarlos desde distintos métodos y contextos que revelen sus interdependencias y especialmente en el ámbito pedagógico, implica aprender a mirarlos desde una perspectiva más sistémica, compleja y encarnada, donde pensamiento y experiencia se entrelazan.

IV. El patriarcado como caso de estudio

Tomemos, por ejemplo, el caso del patriarcado. Comprender esta noción requiere integrar diversas dimensiones y profundizar en sus raíces históricas y simbólicas, a su vez que situarla en una escala temporal y transcultural más amplia: observar la función histórica del poder de dominación masculino en la sociedad, los mandatos morales que lo han constituido y la internalización de un modo de ser y de relacionarse con el mundo.

Pero también es bastante sensato reconocer que en esa larga historia de dominación y jerarquía, se entretejen valores, potencias y aportes —como la disciplina, la figura del protector, el trabajo fuerte, los avances en la cosmovisión tecnocientífica— que, aunque hoy necesiten ser reconfigurados y problematizados, han sostenido parte de la arquitectura simbólica de la civilización.

Desde una mirada dialéctica y no moralizante, repolitizar significaría leer el patriarcado no solo como opresión, sino como una forma histórica de organización simbólica del mundo que hoy estamos llamados a comprender, trascender y transformar.

Para ello, podríamos considerar, de manera simultánea, distintas dimensiones de análisis y de experiencia, con el propósito de ampliar la mirada y las posibilidades de participación y de acción colectiva. Siguiendo con la problematización del patriarcado podríamos explorar las siguientes aristas:

Epistémica: reconocer los marcos de pensamiento que han naturalizado jerarquías del saber, y hacer justicia a otras formas de conocimiento que la masculinidad ha encarnado a lo largo de la historia.

Ontológica: revisar las nociones de realidad, de ser humano y aquello que entendemos como la “esencia” de lo masculino.

Fenomenológica: atender cómo se viven y se encarnan esas estructuras de dominación en la experiencia sensible y cotidiana.

Biográfica: explorar la historia viva que cada quien porta en su relación con lo patriarcal: con el padre, el abuelo, los ancestros y la relación con otros géneros.

Política: crear círculos de deconstrucción y reconstrucción de la masculinidad dominante, propiciando encuentros donde emerjan los dones al servicio a la comunidad.

Mito-poética: indagar los imaginarios, mitos y símbolos que han configurado la idea de lo masculino —el padre, el guerrero, el sabio, el héroe, Peter pan— como expresiones de una tensión entre poder, cuidado y trascendencia.

Ecológica: reconocer la masculinidad dentro de una ecología más amplia de fuerzas vitales —humanas y no humanas—, repensando su relación con la Tierra y la tecnología

Histórica: comprender que “lo patriarcal” no es una esencia, sino un régimen de verdad que ha mutado con el tiempo.

Solo al integrar algunas de estas dimensiones (y sus relaciones), en la construcción de conocimiento y del pensar crítico, podemos devolver espesor a los conceptos, comprenderlos en su densidad histórica, mítica, relacional y simbólica. Así se abre la posibilidad de un pensamiento más inclusivo y de una acción colectiva más integral, capaz de acoger la contradicción, la negatividad y la potencia que aún habita en lo patriarcal.

El pensamiento crítico no se renueva repitiendo viejas fórmulas, sino encarnando nuevas formas de comprender y de actuar. Repolitizar es devolver a las palabras su capacidad de crear realidad, de sostener comunidad y construir la historia. Solo así el lenguaje vuelve a ser un territorio de transformación, y no un eco vacío de su propia impotencia.


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