sábado, 22 de noviembre de 2025

La seguridad como cuidado

¿Cómo se hace un país emocionalmente seguro para que no necesite salvadores y líderes autoritarios?

Primero: desmontando el truco. La seguridad como cuidado es una inversión conceptual que implica transformaciones profundas: cambia el repertorio del control, el castigo y la vigilancia por aquello que realmente sostiene la vida.

Un país emocionalmente seguro no nace de un decreto, una ley, se teje capa a capa, desde lo psicológico, la crianza hasta la ciudad, desde la economía hasta las instituciones educativas y culturales. Una sociedad así no corre azarosa a los brazos del “salvador” de turno: aprende a sostenerse sola.

En clave analítica, articulando diferentes dimensiones podríamos tener en cuenta:

Psicológico: seguridad como regulación emocional colectiva, adultos capaces de no reaccionar desde el pánico.

Crianza: infancia acompañada, no disciplinada con terror; vínculos que enseñan que el otro no es amenaza.

Economía: estabilidad mínima que permite planear la vida; protección frente a la precariedad que produce ansiedad social.

Vivienda: hogar como derecho, no como privilegio; un lugar donde poder “volver” sin que la vida sea una intemperie constante.

Educación: aulas que reconocen, no avergüenzan; aprendizaje sin humillación, sin competencia cruel.

Política: instituciones que no manipulan el miedo; gobiernos que no se erigen como salvadores, sino como servidores del bien comun.

Derecho a la ciudad: espacios que invitan a habitar, no a esconderse; seguridad como convivencia, no como desconfianza.

La seguridad aparece cuando cada nivel —la mente, el hogar, la economía, la escuela, el barrio, el Estado— deja de producir miedo crónico y empieza a generar dignidad, estabilidad y reconocimiento.

La seguridad no son muros ni sirenas. No son ataques, cámaras y más armas, menos acabar con el enemigo real o imaginado, ni menos la apelación a guerras justas. Es sentirse acompañado, sostenido y potenciado. Es ampliar el cuidado en muchas de las escalas donde vivimos.

Es transformar el miedo en responsabilidad compartida, no en venganza. No necesitamos enemigos imaginarios: necesitamos adversarios legítimos.

Lo que daña se impugna; la persona se reconoce.

Firmeza frente a la violencia, cuidado radical frente al dolor.

La violencia no cae del cielo: la fabrican patrones, estructuras, decisiones colectivas. Por eso, impugnar lo que destruye es también reparar el tejido de la vida.

Activar la empatía, cultivar dignidad, fortalecer capas profundas de sentido: eso es seguridad. Eso es justicia. Eso es un país que no necesita autoritarismos para sentirse protegido.

Pequeños actos. Grandes cambios. Palabras que escuchan. Instituciones que sostienen. La seguridad, al final, es un juego colectivo de cuidado, justicia y compasión.


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