El discurso que Gabriel García Márquez redactó para la entrega del Premio Nobel nos abre preguntas desafiantes, no solo sobre nuestro presente, sino también sobre la posibilidad de repensarnos de nuevo. Entre mi lectura personal y la conversación que suscitó, apareció lo que podríamos llamar la dialéctica de la mirada: esa tensión entre cómo vemos a los otros, cómo los otros nos miran y cómo nos atrevemos a mirarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea.
De esa dialéctica surge un interrogante: ¿cómo a través de la educación podemos ensanchar la mirada? ¿Qué implica pensar tanto en lo que vemos como en lo que nos ve, en lo que abre o cierra la mirada, en el ver con los ojos abierto o cerrados y en lo que aparece cuando miramos hacia adentro? La lucidez, la claridad y la profundidad son concreciones de la expansión de la mirada, mientras que una mirada estrecha y simplificada reduce el mundo a dos dimensiones, a meros esquemas que empobrecen la experiencia y las relaciones.
Conviene subrayar que lo que vemos nunca es inocente ni neutral: no todos vemos lo mismo. Nuestra mirada está matizada por creencias y valores, por la historia y los territorios que habitamos, por las culturas que nos atraviesan, por el inconsciente colectivo y también por nuestra singularidad irrepetible. Preguntar por la mirada implica a la par, interrogar nuestros intereses y marcos de relevancia, reconocer aquello en lo que el mundo nos toca e interpela. Supone también trabajar los sesgos y prejuicios que nos limitan, y abrirnos a la posibilidad de ver con los ojos de los otros: los de quienes nos rodean, los de múltiples culturas y sus sabidurías. Solo así podremos nutrir, desde nuestras diferencias, la experiencia colectiva de la humanidad.
La manera en que miramos nunca es solo individual: toda mirada es también colectiva y política, porque exige pensar cómo interpretamos la realidad en común. Aquí la reflexión adquiere otro tono: interpretar no es solo descifrar, sino también ponernos de acuerdo —y aprender a habitar nuestros desacuerdos— para actuar frente a las circunstancias y desafíos que nos arroja el mundo.
Este desafío se vuelve aún más urgente en el presente. Mientras el pensamiento lógico y proposicional amplía sus posibilidades de combinación y cómputo a través de la inteligencia artificial, necesitamos fortalecer otras dimensiones del pensar. El pensamiento dialéctico y sistémico se torna crucial: no basta con producir enunciados o respuestas. Lo que necesitamos son movimientos del pensamiento, que nos conduzcan a comprensiones más profundas y a una movilización más consciente de la energía disponible como voluntad creadora.
En este horizonte, educar la mirada se convierte en una tarea pedagógica fundamental. Podríamos enunciar tres claves fundamentales para ello:
1. La clave intercultural. Ampliar la mirada significa descentrarnos, abrirnos a lo que habitualmente ha sido invisibilizado, silenciado o marginado. En términos curriculares, se trata de aprender a leer el mundo en clave de sur a norte y de norte a sur, de oriente a occidente y de occidente a oriente, entendiendo que los saberes, artes, filosofías y cosmovisiones de las culturas no son meras curiosidades ni “modelos a seguir”, sino aportes vivos a la humanidad. Es parte de la educación ampliar las formas de ver el mundo y, a su vez, revitalizar los saberes propios —andinos, amazónicos, afroamerindios, africanos, árabes— eclipsados por el eurocentrismo, para que entren en diálogo creativo y crítico con otros legados.
2. La clave dialéctica. Ampliar la mirada no es solo un asunto de contenidos, sino también de método. Implica ejercitar un movimiento constante entre contradicciones y asuntos opuestos, evitando tanto el dogmatismo (una verdad absoluta) como el negacionismo (falsear verdades con relatos) o el escepticismo ingenuo (suponer que todas las verdades pesan lo mismo). La dialéctica nos dispone a las síntesis creativas, fruto de tensiones reales, que permiten avanzar sin clausurar la complejidad.
3. La clave de la escucha. Para ampliar la mirada, debemos aprender a escuchar voces distintas de las nuestras, a conversar en la diferencia y a cultivar una escucha compasiva.. Escuchar lo que no encaja en la cultura dominante: a las personas neurodivergentes, a los ecosistemas, a la crudeza de nuestra historia actual, al outsider, al malandro, a quienes habitan los márgenes y viajeros entremundos. Incluso las voces que más nos incomodan. Porque allí, en lo rechazado, puede estar un fragmento de sabiduría que necesitamos para madurar como humanidad y crear una cultura capaz de acoger, sin violencia, una pluralidad mucho más amplia de vidas, perspectivas y visiones de mundo.
Ampliamos la mirada, entonces, no solo para ser más solidarios con las perspectivas ajenas, sino también para reconocer que la nuestra es apenas un punto de vista, condicionado por los privilegios o la ausencia de ellos. Enseñar y aprender a mirar de este modo no es un lujo, pero se puede entrenar como cualquier oficio: es quizá la tarea más urgente de nuestro tiempo. Una pedagogía de la mirada que, entre la dialéctica, la interculturalidad y la escucha profunda, nos permita regenerar vínculos, sostener la pluralidad y abrir horizontes de humanidad compartida.
Este mismo ejercicio, en el que partimos de la palabra de Gabo y llegamos a preguntas pedagógicas y políticas, es ya una muestra del pensar categorial según la propuesta de Zemelman. Se trata de una danza: comienza en la realidad concreta que nos interpela, se abre a un marco que provoca, pasa por la elaboración interna donde surge lo emergente y las preguntas, se despliega en una exploración conceptual y experiencial, y regresa a lo concreto: a cómo todo esto se traduce en nuestra vida, en la práctica pedagógica o en el espacio cotidiano. Tal vez educar la mirada, desde el pensar categorial, sea justamente aprender a bailar con lo inédito: a no quedarnos repitiendo lo dado, sino a crear posibilidades nuevas para habitar el mundo.
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