jueves, 11 de septiembre de 2025

Reflexiones sobre educación para la paz (parte I)

Ayer, al conversar sobre paramilitarismo y violencia urbana en el programa radial Pázala Voz, pregunté a los invitados qué aspectos serían necesarios en contextos educativos para cuestionar y transformar la conducta cruel y violenta de la extrema derecha, tan arraigada en amplios sectores de la población. Muchos señalaron soluciones externas y acciones sociales; pocos advirtieron la importancia de los esquemas simbólicos e interiores. A mi parecer, cuando se omiten estas dimensiones, los análisis y las políticas quedan sesgados y las acciones transitan caminos ya conocidos y bastante predecibles. Intuyo que, frente a las nuevas derechas —y también ante ciertas viejas izquierdas—, no basta con comprender discursos y gestos; es necesario descifrar la maquinaria inconsciente que los sostiene y las fuentes ocultas de donde extraen su energía. 

Para que la educación se convierta en un genuino espacio de pensamiento crítico, no basta con transmitir contenidos, repetir discursos o entregarse a la deconstrucción infinita y abstracta; debe viajar hacia los imaginarios, los afectos y los deseos colectivos, solo así puede tocar y complementar aspectos esenciales del problema. De no hacerlo, afrontaremos las crisis que se avecinan desde los mismos lugares comunes, como si repitiésemos siempre los mismos errores. Quizá esta incapacidad de pensar de manera más sistémica, dialéctica y situada, no sea solo un problema de análisis externo; también refleja cómo nuestra educación funciona, cómo están aún las disciplinas compartimentadas, cómo nos relacionamos con el pensamiento y cómo aprendemos a relacionarnos con los conflictos, con la realidad y con nosotros mismos. 

Me surge finalmente esta pregunta: ¿De qué manera la educación puede transformar el legado simbólico de la violencia que persiste en la mente y en los hábitos de las víctimas y también de los victimarios? La educación para la paz no puede limitarse a los actos visibles; exige comprender también los valores, los imaginarios, las narrativas que legitiman o justifican la violencia en quienes la han sufrido y en quienes la han ejercido. Este legado es complejo: miedo que paraliza, deshumanización del otro, la figura del enemigo interno, del chivo expiatorio, la relación con las contradicciones y el caos, hábitos de dominación y creencias sobre el orden social que se han interiorizado y naturalizado. Transformarlo requiere un acto de brujería simbólica, un análisis compartido y profundo, un gesto que haga consciente lo inconsciente, que ilumine aquello que permanece en la sombra de sus prácticas. Y que, al hacerlo, permita abrir un espacio donde la memoria, la reflexión, la ética y la educación misma puedan recomponerse, y convertirse en un verdadero movilizador de transformación social.



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