I. Sobre el desgaste del pensar crítico.
Aunque el pensamiento crítico ha abierto caminos hacia una sociedad más libre y justa, hoy necesita una profunda actualización. No hablaré de sus potencias, ya ampliamente desarrolladas, sino de algunas incoherencias y carencias que percibo.
La primera es la arrogancia —a veces narcisista— de creer que si todo el mundo pensara como yo, el mundo estaría mejor. Otra bastante recurrente es cuando del pensamiento crítico se confunde con la creación de figuras de odio, adjudicando problemas complejos a chivos expiatorios que ofrecen cierto consuelo psíquico, pero que finalmente perpetúan el problema.
También observo su vínculo con modalidades de pensamiento mágico y religioso, incrustadas en la utopía entendida como fin trascendente e inamovible; la tendencia a creer en agendas y visiones de mundo cerradas, inflexibles frente al otro —especialmente frente al antagonista—; y la ingenua intención de comprenderlo todo, ofreciendo respuestas fáciles a problemas complejos.
A esto se suma la dificultad para integrar otras formas de racionalidad, su amor por los sistemas excesivamente coherentes, y la construcción de mapas conceptuales sin ventanas, erigidos como muros.
Finalmente, el pensamiento crítico se ha distanciado del arte, la religión, la espiritualidad y la familia: espacios que podrían devolverle fluidez, sensibilidad y empatía entre cosmovisiones diversas. Al pensar el mal o la injusticia, suele caer en juicios morales que nos eximen de imaginar alternativas estructurales, lo que termina derivando en una evasión de la imaginación política.
II. La inflación moral del discurso
En el marco del círculo de reflexión del Doctorado en Ipecal, donde hemos leído a Hugo Zemelman para ejercitar un pensar situado —pensar desde la realidad y no desde los conceptos dados—, me ha surgido una inquietud: ¿qué ocurre cuando las palabras críticas se desgastan al punto de perder su fuerza para interpretar el presente?
Conceptos como antirracismo o patriarcado nacieron para revelar estructuras de dominación, pero al volverse signos de pertenencia moral perdieron capacidad analítica. Se repiten a menudo como consignas performativas (“ser antirracista”, “luchar contra el patriarcado”) sin precisar cómo se reproducen esas dinámicas en la vida concreta. A menudo se transforman en palabras mágicas que evocan el bien, la pureza, la causa justa… pero sin vincularse necesariamente a un diagnóstico riguroso o a una práctica transformadora.
Al volverse universales y genéricas, estas palabras dejan de señalar mecanismos específicos —económicos, institucionales, mediáticos o afectivos— y pasan a operar como marcadores morales: Antirracista = bueno. Racista = malo. Feminista = justo. Patriarcal = injusto. Un gesto que muchas veces desemboca en una suerte de etnocentrismo moral nocivo para el cambio social y cultural.
Así, el lenguaje crítico se desliza hacia una moralización del discurso político, donde lo importante ya no es analizar las mediaciones materiales de la desigualdad, sino declarar adhesión simbólica a una causa. McGowan, Mark Fisher o Adolph Reed lo han señalado de distintas formas: la izquierda cultural contemporánea se obsesiona con el significante de la crítica, pero no con su eficacia.
Cuanto más abstractas se vuelven estas palabras, más saturan el espacio público y menos transforman la realidad. Se produce lo que Byung-Chul Han llama “inflación moral”: una sobrecarga de significantes éticos que debilita su fuerza política. Las luchas se fragmentan en etiquetas sin horizonte común, y la crítica se disuelve en moralismos identitarios.

Esta pérdida de densidad simbólica no solo afecta al lenguaje: alcanza también a las imágenes, a las formas en que representamos la crítica y la violencia. Se percibe esto en la obra The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living del artista Damien Hirst donde un tiburón flota inmóvil dentro de su urna de cristal. Alguna vez fue amenaza —cuerpo real, potencia salvaje, animalidad viva— y ahora es símbolo, mercancía, reliquia. Lo que antes mordía, hoy adorna. El arte de Hirst no celebra la muerte: la administra, la conserva, la convierte en experiencia segura para el espectador. Así también ocurre con nuestras causas nobles: su ferocidad inicial se embalsama en discursos y vitrinas morales. El gesto vivo de la crítica —como el tiburón— queda suspendido en formol, estetizado, neutralizado. Lo que fue herida abierta se vuelve objeto de contemplación: limpio, impecable, sin riesgo.
Como advirtió Alasdair MacIntyre, retomando a Freud, desenmascarar la arbitrariedad de los demás suele funcionar como defensa frente a la arbitrariedad propia. En otras palabras, la crítica puede convertirse en una forma sofisticada de negación: cuanto más exhibimos la ideología ajena, menos interrogamos nuestras propias complicidades. De ahí que el discurso crítico, cuando se absolutiza, derive en una suerte de narcisismo moral que confunde lucidez con pureza. En nombre de la emancipación, terminamos construyendo nuevas ortodoxias simbólicas, nuevos lenguajes de salvación que preservan intactas las estructuras de poder y deseo que pretendíamos cuestionar.
Tanto Žižek como Nick Land, desde lugares opuestos, han advertido algo similar: que las formas contemporáneas de crítica tienden a quedar atrapadas en su propia teatralidad. Žižek lo formula como un síntoma ideológico: disfrutamos denunciando el sistema mientras participamos activamente en él. La crítica se vuelve un acto de consumo simbólico, una coartada que nos permite sostener el cinismo cotidiano sin culpa. Land, por su parte, lleva esta paradoja al extremo: sostiene que el capitalismo ha absorbido la negatividad de la crítica hasta convertirla en motor de innovación, es decir, que la crítica misma se ha vuelto combustible del sistema que pretendía subvertir.
III. Repolitizar las categorías.
Pero no se trata de prescindir de estos términos que señalan problemáticas que necesitamos transformar, sino —quizás— de repolitizarlos: de nombrar cómo se reproducen hoy las desigualdades en el capitalismo de plataformas, en los algoritmos, en las relaciones afectivas o en la ecología del deseo. Devolverles densidad histórica y situacional, en lugar de usarlas como fórmulas totales. Pensar la emancipación no como identidad, sino como práctica relacional y situada. Porque —como recuerda una vieja máxima— las palabras no deben reemplazar la acción: deben orientarla.
Aquí una paradoja característica de nuestro tiempo. A medida que se expanden los canales de información y crece nuestra exposición a los conflictos del mundo, la política parece estar en todas partes: en las redes, en el consumo, en las conversaciones cotidianas. Sin embargo, esta expansión no ha producido un aumento correlativo de la comprensión política. Hemos multiplicado los discursos, pero no las capacidades. La proximidad a la información no se traduce en una inteligencia práctica sobre cómo se ejerce el poder, cómo se configuran las instituciones o cómo podrían transformarse. En lugar de sujetos políticos, producimos comentaristas morales; en lugar de acción, proliferan juicios.
En última instancia, se trata de recuperar lo que Zemelman llamaba la potencia del pensar: esa facultad de abrirse a lo inédito posible. Volver a pensar desde la realidad —no desde las etiquetas que la domestican— podría ser el primer paso para que la crítica deje de ser discurso y vuelva a ser acontecimiento.
Entonces, ¿qué significa repolitizar estos términos clave de la actualización del pensamiento crítico?. Significa mover los conceptos del pensamiento crítico hacia nuevas escalas y dimensiones; explorarlos desde distintos métodos y contextos que revelen sus interdependencias y especialmente en el ámbito pedagógico, implica aprender a mirarlos desde una perspectiva más sistémica, compleja y encarnada, donde pensamiento y experiencia se entrelazan.
IV. El patriarcado como caso de estudio
Tomemos, por ejemplo, el caso del patriarcado. Comprender esta noción requiere integrar diversas dimensiones y profundizar en sus raíces históricas y simbólicas, a su vez que situarla en una escala temporal y transcultural más amplia: observar la función histórica del poder de dominación masculino en la sociedad, los mandatos morales que lo han constituido y la internalización de un modo de ser y de relacionarse con el mundo.
Pero también es bastante sensato reconocer que en esa larga historia de dominación y jerarquía, se entretejen valores, potencias y aportes —como la disciplina, la figura del protector, el trabajo fuerte, los avances en la cosmovisión tecnocientífica— que, aunque hoy necesiten ser reconfigurados y problematizados, han sostenido parte de la arquitectura simbólica de la civilización.
Desde una mirada dialéctica y no moralizante, repolitizar significaría leer el patriarcado no solo como opresión, sino como una forma histórica de organización simbólica del mundo que hoy estamos llamados a comprender, trascender y transformar.
Para ello, podríamos considerar, de manera simultánea, distintas dimensiones de análisis y de experiencia, con el propósito de ampliar la mirada y las posibilidades de participación y de acción colectiva. Siguiendo con la problematización del patriarcado podríamos explorar las siguientes aristas:
• Epistémica: reconocer los marcos de pensamiento que han naturalizado jerarquías del saber, y hacer justicia a otras formas de conocimiento que la masculinidad ha encarnado a lo largo de la historia.
• Ontológica: revisar las nociones de realidad, de ser humano y aquello que entendemos como la “esencia” de lo masculino.
• Fenomenológica: atender cómo se viven y se encarnan esas estructuras de dominación en la experiencia sensible y cotidiana.
• Biográfica: explorar la historia viva que cada quien porta en su relación con lo patriarcal: con el padre, el abuelo, los ancestros y la relación con otros géneros.
• Política: crear círculos de deconstrucción y reconstrucción de la masculinidad dominante, propiciando encuentros donde emerjan los dones al servicio a la comunidad.
• Mito-poética: indagar los imaginarios, mitos y símbolos que han configurado la idea de lo masculino —el padre, el guerrero, el sabio, el héroe, Peter pan— como expresiones de una tensión entre poder, cuidado y trascendencia.
• Ecológica: reconocer la masculinidad dentro de una ecología más amplia de fuerzas vitales —humanas y no humanas—, repensando su relación con la Tierra y la tecnología
• Histórica: comprender que “lo patriarcal” no es una esencia, sino un régimen de verdad que ha mutado con el tiempo.
Solo al integrar algunas de estas dimensiones (y sus relaciones), en la construcción de conocimiento y del pensar crítico, podemos devolver espesor a los conceptos, comprenderlos en su densidad histórica, mítica, relacional y simbólica. Así se abre la posibilidad de un pensamiento más inclusivo y de una acción colectiva más integral, capaz de acoger la contradicción, la negatividad y la potencia que aún habita en lo patriarcal.
El pensamiento crítico no se renueva repitiendo viejas fórmulas, sino encarnando nuevas formas de comprender y de actuar. Repolitizar es devolver a las palabras su capacidad de crear realidad, de sostener comunidad y construir la historia. Solo así el lenguaje vuelve a ser un territorio de transformación, y no un eco vacío de su propia impotencia.
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