martes, 11 de noviembre de 2025

El placer de juzgar

Ver un juicio es asomarse al espejo oscuro de la Ley,
donde cada espectador busca secretamente su propia absolución.
Porque en esa escena no sólo se juzga a un otro: se representa el drama interior de toda conciencia. El acusado, sentado frente a la mirada pública, encarna lo que cada uno teme que se revele —sus culpas, sus deseos, sus contradicciones. La Ley, fría y abstracta, toma cuerpo en voces humanas: la del juez, la del fiscal, la del abogado. Pero detrás de ese teatro racional se agitan pasiones antiguas: el miedo, la venganza, la compasión, la necesidad de redención.


Oswaldo Guayasamín

Quizás lo que nos atrae de los juicios no sea tanto el delito, sino la posibilidad de ver el mal hacerse visible, de contemplar cómo se intenta ordenar lo inasible: la culpa, la mentira, la fragilidad moral. En cada audiencia se escenifica el viejo mito del Juicio Final, pero trasladado al tiempo de los medios y las cámaras, donde el público —esa multitud invisible— ocupa el lugar de Dios.

Y así, mirando el proceso de otro, sentimos que participamos de una ceremonia purificadora. No somos nosotros los acusados, pero algo de nuestra sombra está siendo juzgada allí. En el fondo, asistimos al juicio para reafirmar nuestra inocencia, para convencernos de que pertenecemos al lado correcto de la Ley, aunque sepamos que, bajo ciertas luces, todos podríamos ocupar ese banquillo.

Por eso los juicios públicos fascinan: son espejos donde se reflejan nuestras pulsiones más reprimidas y nuestras ansias de justicia. Son, al mismo tiempo, confesionario y espectáculo; rito y entretenimiento; castigo y catarsis. Y mientras el veredicto se pronuncia, cada espectador, sin decirlo, espera también una palabra de alivio dirigida hacia sí:
absuelto.

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