sábado, 23 de agosto de 2025

El lugar del miedo en la política

En Colombia nada pasa por casualidad, pero todo se disfraza de accidente. El asesinato de Miguel Uribe, el carro bomba en Cali, los ataques a la fuerza pública, el referendo para dinamitar el Acuerdo de Paz, los buques estadounidenses rondando el Caribe y la retórica de la derecha que insiste en que todo lo que no le convenga huele a narcoterrorismo… parecieran capítulos sueltos, pero en realidad son la misma vieja serie repetida en bucle.

La trama es simple y conocida: cuando el poder se tambalea, se enciende el fósforo del miedo, se resucita el fantasma del “enemigo interno”, se apunta con el dedo al gobierno de turno y se promete, una vez más, que la salvación vendrá de mano dura, Estado mínimo y sermones de seguridad democrática.

El referendo para derogar el acuerdo de paz es, en ese sentido, casi profético: un país que no sabe qué hacer sin guerra se propone votarla de nuevo, como si la violencia fuera un derecho adquirido. Porque para una parte de Colombia, la paz no es un horizonte, sino una amenaza a la mitología que le da sentido: el héroe armado, el enemigo absoluto, el pueblo disciplinado.

Mientras tanto, Estados Unidos vigila desde el Caribe con sus aviones y buques, como quien mira a un viejo socio que no se decide a recaer en la adicción. A Washington le conviene un Colombia obediente, proveedor de excusas perfectas para la guerra contra las drogas y la presión contra Venezuela. Y a la derecha criolla le conviene esa obediencia porque legitima su nostalgia: ser los guardianes de un orden que nunca existió.

El uribismo, por supuesto, ya no es la religión mayoritaria que fue. Está exhausto, golpeado, judicializado, pero no muerto: como todo dogma decadente, sobrevive gracias al miedo. Porque si algo enseña nuestra historia es que el miedo es la gasolina más barata y más duradera que ha encontrado la política colombiana.

Lo trágico es que la democracia, el Estado y la política parecen arrastrarse en la misma extenuación. Y lo irónico es que, justo ahí, en la decadencia compartida, podría abrirse un espacio para algo distinto. Pero para que eso ocurra, Colombia tendría que romper su adicción al eterno retorno del miedo y la guerra.

Quizá la verdadera revolución no sea tumbar al adversario de turno, sino atreverse a imaginar un país que no necesite enemigos para existir. Pero claro, eso exigiría una política distinta… y en Colombia la política siempre prefiere la pólvora a la imaginación.

Y si la escuela, en lugar de enseñar a temerle al error, lo celebrara como laboratorio de futuro? ¿Si nos formara no para ser fieles consumidores de promesas incumplidas, sino arquitectos de realidades nuevas? En vez de domesticar al ciudadano para votar resignado cada cuatro años, podríamos formar comunidades capaces de imaginar y sostener otros modos de vida, más allá de la dicotomía entre miedo y obediencia.

Un interesante giro educativo sería pasar de la pedagogía del miedo a una pedagogía de la imaginación política. Una educación que no se contente con repetir la historia de nuestras guerras, sino que enseñe a ver los patrones que se repiten y escribir los capítulos que todavía no existen. Quizá allí resida la mayor herejía posible en Colombia: educar no para mantener vivo el eterno retorno del miedo, sino para atrevernos a traicionarlo.

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jueves, 21 de agosto de 2025

¿Qué sé de mi nombre?

Qué se de mi nombre?

Que no lo elegí, que me fue entregado.

He visto cómo un nombre puede dar vida…
o arrebatarla.
El nombre borrado es una herida en la memoria,
un desgarro que arranca a alguien
de la posibilidad de ser llamado.

En los campos de concentración,
la despersonalización pasaba por quitarle el nombre y reducir la cualidad a un número.
En las guerras, en las fosas comunes,
el cuerpo sin nombre es un NN:
un desaparecido,
una ausencia sin eco.

Pero también…
el nombre es caricia,
es diminutivo de infancia,
risa compartida.
Cuando era niño, algunos tíos y tías me llamaban:
Arrés…
Barriguita…
Andresito de Coral…
Negruro…
Otros me dicen Negro.
Aunque no soy negro de piel,
sí lo soy de corazón.

Como canta la Ponceña:
El día que nací yo,
nacieron tres cosas bellas:
nació el sol,
nació la luna,
y nacieron las estrellas.

Mi amada me llama de formas secretas.
Allí mi nombre se vuelve canto íntimo,
ternura y música vibrante.
En muchas tradiciones,
el nombre verdadero es alma.
Nombrar es crear, invocar y recordar el origen.

Y sin embargo,
no todo cabe en un nombre.
Hay algo que se escapa al ser llamado y nombrado.
¿Qué queda entonces por fuera del nombre?
Lo que no tiene palabra.
El silencio como un modo de nombrar.
El misterio que se guarda
detrás de cualquier sonido.
¿Cómo nombrar el temblor
que antecede a mi voz?
¿Cómo ponerle nombre
al rostro que tuve antes de nacer?

Hay presencias que se resisten,
que solo se dejan sentir,
nunca pronunciar.
El nombre es eco,
pero el misterio es fuente.
El nombre me trae de regreso,
pero lo innombrable me abre al horizonte.

Allí,
donde el lenguaje se disuelve,
intuyo que soy más vasto
que mi propio llamado.
Soy eco,
soy ficción,
soy singularidad.
Soy lo que resuena
cuando alguien me llama.

Mi nombre es mi herida
y mi don.
Y cada vez que alguien me nombra,
vuelvo a ser canto,
eco,
memoria.
Y en ese renacer,
vuelvo a preguntarme:

¿Qué sé de mi nombre?




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miércoles, 6 de agosto de 2025

Sobre el autodesprecio y su huella en el mundo

En Cartas del diablo a su sobrino, C.S. Lewis sugiere que el autodesprecio puede convertirse en el punto de partida del desprecio a los demás, y con él, abrir la puerta al pesimismo, al cinismo y a la crueldad. No es una simple emoción triste: el autodesprecio es una grieta en la percepción de uno mismo que termina deformando la manera en que se mira el mundo. Es, en cierto sentido, una forma oscura de trascendencia, un veneno que no se queda quieto en el alma, sino que la rebasa y se proyecta hacia los demás.

Imagen creada usando chatgpt

Podemos imaginarlo como un espejo roto. Uno se mira ahí y lo que ve no es su rostro, sino una versión rota de sí: fragmentos, ángulos imposibles, multiplicaciones del defecto y que al no tolerar esa distorsión, lanza el espejo —filoso— hacia los otros. Así, lo que fue dolor interno se vuelve juicio externo y la herida personal se transforma en lenguaje del mundo. El autodesprecio es entonces un autoconjuro silencioso: una sentencia pronunciada contra uno mismo que se convierte en destino compartido, que tiene el poder de teñir la mirada, contaminar los vínculos, deformar el sentido e interpretar la existencia bajo el filtro constante de la insuficiencia.

Allí donde no se ha tejido una narrativa reconciliadora sobre el ser —una narración donde la propia vida pueda ser habitada con dignidad—, surge la necesidad de validarse de otro modo: rebajando a los demás, desacreditando lo luminoso y talentoso, demostrando que la belleza es una farsa o que la bondad es ingenuidad. Es entonces cuando el autodesprecio y el narcisismo se revelan no como enemigos, sino como dos formas de la misma desolación. Muchas veces, el narcisismo no es más que un artificio para no mirar el abismo de uno mismo, una máscara que cubre la herida con aplausos, con espejismos de poder o con el eco vacío de la admiración.

De ahí nace un círculo vicioso que no solo afecta al yo, sino a todo lo que lo rodea: no valgo, no soy suficiente… entonces me haré admirar, validaré mi existencia afuera (narcisismo); pero si alguien más brilla, me amenaza… su luz me indigna y me encandila (envidia, resentimiento); y finalmente, ese brillo debe apagarse (desprecio a los demás). Así, el yo herido se convierte en juez, el alma rota en cinismo y el dolor no elaborado se vuelve forma de violencia.

Pensar el autodesprecio desde esta perspectiva es reconocer su potencia fenomenológica: no como un mero síntoma psicológico, sino como una estructura del sentir que moldea la ética, el vínculo y la visión del mundo. Y al mismo tiempo, exige de nosotros un gesto radical: la reconstrucción amorosa y compasiva de la imagen que tenemos de nosotros mismos, para que ese espejo roto no siga multiplicando sus filos en la carne del mundo.


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domingo, 3 de agosto de 2025

Las paradojas de pensar la paz

Pensar la paz contiene una suculenta paradoja.  No basta con sentarnos en círculo, tomados de las manos, y cantar “Imagine” como si fuera la gran cumbre de la humanidad. No. Para pensar la paz hay que hacer algo mucho más raro: meterse de cabeza en las cloacas metafísicas de la maldad, abrir la tapa del alcantarillado moral y mirar qué hay allí… aunque huela maluco. Porque, sorpresa: lo que apesta no es solo el otro, también uno mismo.

El anciano de los días - William Blake

Y ahí, como en un casting universal, aparecen las figuras de lo oscuro: el diablo, el infierno, la tiranía… todos muy bien vestidos y con tarjeta de presentación. No vienen a saludarnos: vienen a recordarnos que, tanto individual como colectivamente, tenemos que responderles. Es como recibir una llamada a las tres de la mañana de un número desconocido y que al contestar, una voz diga: “Hola… soy tu sombra. ¿Hablamos?”.

Así como el reino de los cielos está afuera y adentro, el infierno también tiene doble sede. Uno externo, con guerras, dictadores y fake news; y otro interno, donde uno se convierte en esclavo —o peor, en amo— de una rueda de hamster productiva que no para jamás. Ahí uno corre, corre, corre… y lo único que gana es una membresía vitalicia al gimnasio del absurdo.

Pero cuidado: el infierno no es solo para los malvados profesionales. También está lleno de “buenos” certificados, esas almas puras que, para combatir la maldad, se paran en el pedestal de la virtud y señalan con dedo acusador a medio planeta. Algunos incluso tienen la asombrosa habilidad de culpar a todo el mundo menos a su perro. Igual de diabólicos son los que quieren tener siempre la razón: gente que discute como si su vida dependiera de ganar en los comentarios de Facebook.

Y sí, una de las señales más seguras de que ya estamos instalados en el infierno es esta: la verdad convertida en caricatura, las noticias falsas desfilando como reinas de belleza, las guerras autoritarias transmitidas en horario estelar, y los líderes tiránicos saludando desde balcones, ovacionados por multitudes felices… mientras todos pagamos la entrada a ese espectáculo, sin derecho a reembolso.

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