En Colombia nada pasa por casualidad, pero todo se disfraza de accidente. El asesinato de Miguel Uribe, el carro bomba en Cali, los ataques a la fuerza pública, el referendo para dinamitar el Acuerdo de Paz, los buques estadounidenses rondando el Caribe y la retórica de la derecha que insiste en que todo lo que no le convenga huele a narcoterrorismo… parecieran capítulos sueltos, pero en realidad son la misma vieja serie repetida en bucle.
La trama es simple y conocida: cuando el poder se tambalea, se enciende el fósforo del miedo, se resucita el fantasma del “enemigo interno”, se apunta con el dedo al gobierno de turno y se promete, una vez más, que la salvación vendrá de mano dura, Estado mínimo y sermones de seguridad democrática.
El referendo para derogar el acuerdo de paz es, en ese sentido, casi profético: un país que no sabe qué hacer sin guerra se propone votarla de nuevo, como si la violencia fuera un derecho adquirido. Porque para una parte de Colombia, la paz no es un horizonte, sino una amenaza a la mitología que le da sentido: el héroe armado, el enemigo absoluto, el pueblo disciplinado.
Mientras tanto, Estados Unidos vigila desde el Caribe con sus aviones y buques, como quien mira a un viejo socio que no se decide a recaer en la adicción. A Washington le conviene un Colombia obediente, proveedor de excusas perfectas para la guerra contra las drogas y la presión contra Venezuela. Y a la derecha criolla le conviene esa obediencia porque legitima su nostalgia: ser los guardianes de un orden que nunca existió.
El uribismo, por supuesto, ya no es la religión mayoritaria que fue. Está exhausto, golpeado, judicializado, pero no muerto: como todo dogma decadente, sobrevive gracias al miedo. Porque si algo enseña nuestra historia es que el miedo es la gasolina más barata y más duradera que ha encontrado la política colombiana.
Lo trágico es que la democracia, el Estado y la política parecen arrastrarse en la misma extenuación. Y lo irónico es que, justo ahí, en la decadencia compartida, podría abrirse un espacio para algo distinto. Pero para que eso ocurra, Colombia tendría que romper su adicción al eterno retorno del miedo y la guerra.
Quizá la verdadera revolución no sea tumbar al adversario de turno, sino atreverse a imaginar un país que no necesite enemigos para existir. Pero claro, eso exigiría una política distinta… y en Colombia la política siempre prefiere la pólvora a la imaginación.
Y si la escuela, en lugar de enseñar a temerle al error, lo celebrara como laboratorio de futuro? ¿Si nos formara no para ser fieles consumidores de promesas incumplidas, sino arquitectos de realidades nuevas? En vez de domesticar al ciudadano para votar resignado cada cuatro años, podríamos formar comunidades capaces de imaginar y sostener otros modos de vida, más allá de la dicotomía entre miedo y obediencia.
Un interesante giro educativo sería pasar de la pedagogía del miedo a una pedagogía de la imaginación política. Una educación que no se contente con repetir la historia de nuestras guerras, sino que enseñe a ver los patrones que se repiten y escribir los capítulos que todavía no existen. Quizá allí resida la mayor herejía posible en Colombia: educar no para mantener vivo el eterno retorno del miedo, sino para atrevernos a traicionarlo.
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