En Cartas del diablo a su sobrino, C.S. Lewis sugiere que el autodesprecio puede convertirse en el punto de partida del desprecio a los demás, y con él, abrir la puerta al pesimismo, al cinismo y a la crueldad. No es una simple emoción triste: el autodesprecio es una grieta en la percepción de uno mismo que termina deformando la manera en que se mira el mundo. Es, en cierto sentido, una forma oscura de trascendencia, un veneno que no se queda quieto en el alma, sino que la rebasa y se proyecta hacia los demás.
Podemos imaginarlo como un espejo roto. Uno se mira ahí y lo que ve no es su rostro, sino una versión rota de sí: fragmentos, ángulos imposibles, multiplicaciones del defecto y que al no tolerar esa distorsión, lanza el espejo —filoso— hacia los otros. Así, lo que fue dolor interno se vuelve juicio externo y la herida personal se transforma en lenguaje del mundo. El autodesprecio es entonces un autoconjuro silencioso: una sentencia pronunciada contra uno mismo que se convierte en destino compartido, que tiene el poder de teñir la mirada, contaminar los vínculos, deformar el sentido e interpretar la existencia bajo el filtro constante de la insuficiencia.
Allí donde no se ha tejido una narrativa reconciliadora sobre el ser —una narración donde la propia vida pueda ser habitada con dignidad—, surge la necesidad de validarse de otro modo: rebajando a los demás, desacreditando lo luminoso y talentoso, demostrando que la belleza es una farsa o que la bondad es ingenuidad. Es entonces cuando el autodesprecio y el narcisismo se revelan no como enemigos, sino como dos formas de la misma desolación. Muchas veces, el narcisismo no es más que un artificio para no mirar el abismo de uno mismo, una máscara que cubre la herida con aplausos, con espejismos de poder o con el eco vacío de la admiración.
De ahí nace un círculo vicioso que no solo afecta al yo, sino a todo lo que lo rodea: no valgo, no soy suficiente… entonces me haré admirar, validaré mi existencia afuera (narcisismo); pero si alguien más brilla, me amenaza… su luz me indigna y me encandila (envidia, resentimiento); y finalmente, ese brillo debe apagarse (desprecio a los demás). Así, el yo herido se convierte en juez, el alma rota en cinismo y el dolor no elaborado se vuelve forma de violencia.
Pensar el autodesprecio desde esta perspectiva es reconocer su potencia fenomenológica: no como un mero síntoma psicológico, sino como una estructura del sentir que moldea la ética, el vínculo y la visión del mundo. Y al mismo tiempo, exige de nosotros un gesto radical: la reconstrucción amorosa y compasiva de la imagen que tenemos de nosotros mismos, para que ese espejo roto no siga multiplicando sus filos en la carne del mundo.
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