martes, 21 de octubre de 2025

La pureza y sus fantasmas

Términos como antirracismo, antisistema o patriarcado nacieron como conceptos críticos, es decir, como herramientas para revelar estructuras ocultas de dominación. No obstante, con el tiempo, al convertirse en signos de pertenencia moral o identitaria, muchos de ellos vienen perdiendo su capacidad analítica. Se repiten a menudo como consignas performativas (“ser antirracista”, “luchar contra el patriarcado”) sin precisar cómo se reproducen esas dinámicas en la vida concreta, a menudo se transforman en palabras mágicas que evocan el bien, la pureza, la causa justa… pero sin vincularse necesariamente a un diagnóstico riguroso o a una práctica transformadora.

Al volverse universales y genéricas, estas palabras dejan de señalar mecanismos específicos —económicos, institucionales, mediáticos o afectivos— y pasan a operar como marcadores morales: Antirracista = bueno. Racista = malo. Feminista = justo. Patriarcal = injusto. Un gesto que muchas veces desemboca en una suerte de etnocentrismo moral nocivo para el cambio social y cultural.

Así, el lenguaje crítico se desliza hacia una moralización del discurso político, donde lo importante ya no es analizar las mediaciones materiales de la desigualdad, sino declarar adhesión simbólica a una causa. McGowan, Mark Fisher o Adolph Reed lo han señalado de distintas formas: la izquierda cultural contemporánea se obsesiona con el significante de la crítica, pero no con su eficacia.

Cuanto más abstractas se vuelven estas palabras, más parecen saturar el espacio público —pero menos transforman la realidad. Se produce lo que el filósofo Byung-Chul Han llama “inflación moral”: una sobrecarga de significantes éticos que debilita su fuerza política. Las luchas se fragmentan en etiquetas —“antirracista”, “anticolonial”, “feminista interseccional”—, cada una con su moral propia, sin un horizonte común de transformación.


En el fondo del museo, el tiburón de Damien Hirst flota inmóvil dentro de su urna de cristal. The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living, se titula. Alguna vez fue amenaza —cuerpo real, potencia, animalidad viva— y ahora es símbolo, mercancía, reliquia. Lo que antes mordía, hoy adorna. El arte de Hirst no celebra la muerte: la administra, la conserva, la convierte en experiencia segura para el espectador. Así también ocurre con nuestras causas nobles: su ferocidad inicial se embalsama en discursos y vitrinas morales. El gesto vivo de la crítica —como el tiburón— queda suspendido en formol, estetizado, neutralizado. Lo que fue una herida abierta se vuelve objeto de contemplación, limpio, impecable, sin olor.


Como advirtió Alasdair MacIntyre, retomando a Freud, desenmascarar la arbitrariedad de los demás suele funcionar como defensa frente a la arbitrariedad propia. En otras palabras, la crítica puede convertirse en una forma sofisticada de negación: cuanto más exhibimos la ideología ajena, menos interrogamos nuestras propias complicidades. De ahí que el discurso crítico, cuando se absolutiza, derive en una suerte de narcisismo moral que confunde lucidez con pureza. En nombre de la emancipación, terminamos construyendo nuevas ortodoxias simbólicas, nuevos lenguajes de salvación que preservan intactas las estructuras de poder y deseo que pretendíamos cuestionar.

Tanto Žižek como Nick Land, desde lugares opuestos, han advertido algo similar: que las formas contemporáneas de crítica tienden a quedar atrapadas en su propia teatralidad. Žižek lo formula como un síntoma ideológico: disfrutamos denunciando el sistema mientras participamos activamente en él. La crítica se vuelve un acto de consumo simbólico, una coartada que nos permite sostener el cinismo cotidiano sin culpa. Land, por su parte, lleva esta paradoja al extremo: sostiene que el capitalismo ha absorbido la negatividad de la crítica hasta convertirla en motor de innovación, es decir, que la crítica misma se ha vuelto combustible del sistema que pretendía subvertir.

Pero no se trata de prescindir de estos términos, sino —quizás— de repolitizarlos: de nombrar cómo se reproducen hoy las desigualdades en el capitalismo de plataformas, en los algoritmos, en las relaciones afectivas o en la ecología del deseo. Devolverles densidad histórica y situacional, en lugar de usarlas como fórmulas totales. Pensar la emancipación no como identidad, sino como práctica relacional, situada, con sentido. Porque —como recuerda una vieja máxima— las palabras no deben reemplazar la acción: deben orientarla.


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