jueves, 2 de febrero de 2012

Por una pedagogía de lo común


Ante lo común no hay mucho para decir, pero sí mucho que leer, descifrar, cuidar, producir y compartir. Siempre me pregunto cuando me enfrento a otros, a trabajar en proyectos o en el contexto educativo, qué es lo que nos hace en común y siempre emergen mil sorpresas… y resulta que cuando menos pensamos, cuando ya todos nos vamos para la casa, aparece un pliegue, delicado y tenue donde se despliegan infinidad de aprendizajes. Muchas veces me he preguntado qué surge cuando la pregunta es por hacer que lo común tenga su lugar en el aula y convierta este interrogante en la ocasión para vivir juntos. Y una de las respuestas que he avistado en los últimos tiempos, es que es algo que nos convoca y nos invita a la experiencia, al viaje, al nomadismo pedagógico que tiene como acontecimiento transformar los trayectos sensibles de cada cual en obra de arte. La experiencia de lo común entonces se parece a un deslizamiento del sujeto por fuera de los límites y en cuanto a obra de arte, responde a un acto performativo en el cual se enfrenta cada quien con alegría frente a lo que ha descubierto: a sus aventuras vitales.

Por eso hemos de pensar que lo común es algo que hace parte de cualquier pedagogía invisible (Cobo & Moravec, 2011) que por su frágil apariencia latente y cotidiana de sentido común, es algo que hay que avivar, como se prende el fuego o se experimenta un acto festivo. Lo común es algo que se relaciona con la intimidad de cada sujeto y con un espacio donde aparecen sus debilidades, potencias e inclinaciones. La pregunta y experiencia en lo común, además de hacer sensible a los sujetos frente a sus experiencias y sus tatuajes, en su entronque con el acto pedagógico, es un acto de amor, de expresión compartida. Quién hace de la pregunta por lo común, una de las claves para ser co-partícipe del mundo en el que vive, contagia a los otros a desnudarse y a entrar en ciertos lugares en los que la existencia emprende un viaje a lo desconocido. Siendo tan cercana para todos y tan real y desmesurada, la experiencia en lo común es algo que es fruto de un toque y no se encuentra como algo a priori en la experiencia educativa. Es por esto que cualquier espacio de formación que quiere producir contextos y subjetividades, ha de ser una incubadora de comunidades, potenciadora de lo que nos hace en común.

Nadie podría responsabilizarse de lo común, ni menos puede ser delegado a otras instancias públicas o privadas. Como es algo que nos constituye, pero de lo que no podemos tener propiedad alguna, nos exige preguntarnos por el modo como experimentamos las relaciones con los otros. En el escenario contemporáneo de la educación hay dos tendencias muy marcadas. Una que es la que tiene el semblante de la defensa, y en donde tiene como ícono la manifestación y la protesta en donde se profieren consignas para que se ejerza la educación como derecho; es esta, movilizada por sectores de la educación pública y otros movimientos sociales, la que interpela al el Estado para que se haga cargo de ella y para que la resguarde ante los vaivenes del mercado; la otra tendencia, muy hegemónica en estos tiempos y que tiene como portaestandarte la reforma a la ley 30, es la de la privatización y adelgazamiento de las responsabilidades estatales frente a la financiación de la educación. Esta última perfila la educación como un servicio, donde predomina el formato tecnocéntrico y excluye a muchos de la oportunidad de formarse.

Estos dos polos han estado configurando la experiencia de movilización social en todo el siglo XX. No obstante, el breve trayecto que llevamos de siglo, me hace pensar que existe un camino intermedio, que hace resonancia en lo común y que exige más desafíos por parte de todos, no sólo profesores y estudiantes sino de toda los sectores de la sociedad. Este eco o resonancia, que es medio y paisaje, condiciona a la sociedad y a los sujetos y comunidades que hacen parte de ella, a rediseñar los espacios y tiempos donde acontecen los aprendizajes y emplaza al sujeto en una condición en donde la remezcla de afectos y de expectativas de presente y de futuro hacen parte del currículo común. Es allí, en esta especie de restitución de la voluntad y del coraje de construir colectivamente, donde he percibido un desplazamiento de la indignación, (tan ejemplar del año que acaba de terminar) a la construcción de lo común; y donde he pensado que este movimiento sutil, potencialmente revolucionante, puede inaugurar la gestión de comunidades donde es posible vivir con otros, aprender y compartir. No hay más tiempo - y es un acto insensato, que disminuye la potencia de los bienes comunes - seguir delegando a otras instancias de poder lo que nos potencia y nos hace en común. Si queremos otra educación, tenemos que imaginar su semblante y su contexto, cuidar esos excedentes cognitivos (Clay Shirky, 2010) que surgen en los vínculos y se activan entre las personas en sus tiempos libres y desplegar la creación de comunidades de aprendizaje y de ciudadanía que puedan mostrar y delinear los horizontes de una educación posible, abierta, común y activista.

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