Veía cómo la abeja danzaba tras el perfume de las flores. La atraían sus aromas, y cuando encontraba la fuente de vida y alimento, bailaba, suspiraba y guiaba a las demás para que hallaran su propia sabiduría.
No sabía si sus colores eran mímesis de las flores, o si eran las flores las que la imitaban para atraerla y ayudarle a polinizar. Un día comprendió la simbiosis, y quedó extasiada. Desde entonces, comenzó a valorar los encuentros casuales, donde el alimento se distribuía por todo el territorio.
La abeja soñó con encontrarse con otros, salir a caminar, a jugar, a tejer conexiones con mundos misteriosos y ecosistemas llenos de vida. Un día apareció un león que rugió fuerte, y un pájaro —que no sabía hacia dónde volar— se posó en la punta de una rama y le cantó canciones nunca antes oídas.
En ese instante, los rayos del sol atravesaron los árboles, y las mariposas resplandecieron en coreografías de silencio. El viento agitaba las semillas, y los loros, con su humor, hacían reír y animaban a las hormigas en su viaje.
Llegó la noche, larga y fría. Los susurros de las voces que salían a cazar advirtieron a las leonas y jaguares sobre un animal invisible que a todos asustaba. Al principio creyeron que era algo terrible, pero no era un animal: era el crujido de algo que caía estrepitosamente, haciendo mucho daño.
Mientras escuchaban aquello, surgió otra melodía. De repente, todos los animales comenzaron a construir sus propios nichos, a producir alimento, y a llenar de vida y música toda la aldea, que ese día se volvió un carnaval. Allí aprendieron a convivir con los desacuerdos y las diferencias, invitando a cada ser —animal, vegetal y humano— a desplegar su mejor presencia.


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