domingo, 27 de julio de 2025

Reflexiones finales sobre el juicio a Uribe

Seguí de cerca, casi en un 90 %, el juicio contra el expresidente Álvaro Uribe, el primer jefe de Estado en la historia de Colombia en sentarse en el banquillo de los acusados. Durante meses, entre mis labores cotidianas, saqué tiempo para escuchar sesiones largas, densas y muchas veces indignantes. Aunque a veces sentí que insistía demasiado con el tema, lo cierto es que esta experiencia me permitió, como ciudadano, comprender de manera directa y profunda cómo opera la política criminal en Colombia, cómo se entrelazan el poder, la impunidad y el silencio, y por qué este juicio marca un precedente que no podemos dejar pasar.

Themis 

Este juicio me permitió volver a observar con nitidez los entramados corruptos y los modus operandi que han marcado la política en Colombia: una red donde convergen delincuentes, paramilitares, políticos, medios de comunicación, congresistas, abogados, empresarios y narcotraficantes. Se hizo evidente, una vez más, el silencio cómplice de los grandes medios: cuando hablaron del caso, lo hicieron de forma tendenciosa, encubriendo con sombras lo que debería estar a la luz, siempre en sintonía con los intereses del acusado.

El caso Uribe es paradigmático. Refleja la conducta de quien sabe que ha actuado mal, pero se oculta detrás del lenguaje, tanto verbal como corporal; descalifica a quienes lo enfrentan, desinforma a la ciudadanía y se presenta como víctima de una supuesta persecución política. El hecho de que, tras intentar incriminar a Iván Cepeda, terminara siendo él el investigado, es una muestra contundente del funcionamiento de la sombra criminal que lo rodea.

 Innana

Este juicio también dejó al descubierto las formas subrepticias en las que Uribe se comunicaba con Diego Cadena. En las interceptaciones todo parecía transcurrir bajo un tono aparentemente correcto, casi legal. Sin embargo, el desfile de testigos y las pruebas presentadas durante el proceso evidenciaron que todo había sido cuidadosamente planeado. Quedó claro que Uribe fue el determinador de fraude procesal y soborno en actuación penal.

Y este no es más que uno de los tantos casos en los que tiene responsabilidad. Existen crímenes y violencias mucho más graves cometidas durante su gobierno, por los que también debe responder ante la justicia.

Algo que comprendí con mayor claridad en este proceso es que Colombia ya no es la misma de hace 20 años. La gente ha cambiado. Aunque aún hay quienes lo defienden, la figura de Uribe opera como la del “padre protector”: un arquetipo heroico que promete seguridad y erradicar el mal, como en los relatos de las películas épicas. Pero esa imagen no es nueva en la historia; responde a necesidades insatisfechas, apela a las emociones, al inconsciente colectivo y muchas veces a la ignorancia cultivada por décadas de manipulación mediática y miedo. Hoy, cada vez más personas despiertan de ese hechizo y comienzan a ver con ojos más críticos lo que antes se aceptaba sin cuestionamiento.

Quiero resaltar el papel fundamental de algunos medios independientes en este proceso histórico. El trabajo investigativo de Daniel Coronell, con sus transmisiones masivas, logró imponerse sobre los grandes medios tradicionales, aportando claridad y rigor. Igualmente, medios como Cuestión Pública, Vorágine y La Raya desempeñaron un rol clave: investigaron, informaron y abrieron espacios para el análisis público del juicio más importante en la historia reciente de Colombia.

Mi profunda gratitud también a los abogados de las víctimas, Reinaldo Villalba y Miguel Ángel del Río, por su valentía jurídica y compromiso con la verdad. Y, en especial, a Iván Cepeda, cuyo coraje, coherencia y defensa incansable de los derechos humanos nos dan un ejemplo vivo de sensibilidad ética y grandeza política.

Reconocimiento igualmente a dos mujeres fundamentales en este proceso: la fiscal Marlenne Orjuela y la juez Sandra Heredia, por su templanza, claridad y firmeza a lo largo de todo el caso. Gracias a todas y todos quienes han hecho posible que, por fin, la justicia en Colombia comience a pronunciarse ante tanta impunidad.

Independientemente del resultado del 28 de julio —que espero sea una condena para Álvaro Uribe, dada la contundencia del material probatorio y en aras de fortalecer la democracia en Colombia—, lo cierto es que seguimos avanzando. Las generaciones presentes merecen recuperar la esperanza en la justicia y confiar en una verdadera separación de poderes. La masa crítica en el país sigue creciendo. Las pruebas que salieron a la luz, incluso aquellas que no eran centrales al caso, evidencian la responsabilidad de Uribe en la conformación del Bloque Metro, cómo desde su hacienda se desviaba gasolina para financiar a estos grupos y cómo, durante su gobierno, se persiguió, silenció y asesinó tanto a quienes conocían la verdad sobre los crímenes de lesa humanidad como a quienes integraban la oposición. La historia está hablando. Y nosotros también.

La figura del expresidente carga con un oscuro lastre histórico. Más que un deseo de venganza al verlo en una cárcel, lo que está en juego es un acto de justicia que puede abrir el camino hacia la reconciliación. Necesitamos conocer y asumir la verdad, por dolorosa que sea, para garantizar la no repetición. Esto implica también transformar las condiciones psicológicas, educativas y culturales que han llevado a tantas personas a depositar su fe en líderes y políticas que han causado profundo daño al país. Es hora de fortalecer una política más descentralizada, donde la ciudadanía pueda participar de forma más significativa desde sus propios territorios, construyendo colectivamente los cambios urgentes que Colombia necesita.

Post-criptum: 

La verdad cumple un papel fundamental, especialmente en asuntos de justicia, donde esclarecer los hechos es esencial. Sin embargo, sería un error aproximarse a ella solo para ganar debates o alimentar divisiones que enfrentan a la sociedad en bandos opuestos. Conocer la verdad no debería convertirse en una ocasión para la vanagloria, sino en una oportunidad para cultivar prudencia y apuntalar la voluntad hacia otros lugares. No se trata de exhibirla como un trofeo, sino de permitir que su luz despierte en nosotros revelaciones más hondas, que afinen nuestra voluntad, nuestra ecuanimidad y nuestra capacidad de compasión. La verdad, cuando realmente resplandece, no busca atrincherarnos, sino liberarnos de las falsas certezas y abrirnos al misterio compartido de lo humano

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